domingo, 23 de julio de 2017

LOS MALES NO VIENEN SOLOS

Una vez más, razón tuvo el refrán, no habiendo alcanzado los 8 años, una enfermedad poco frecuente, se introdujo en mi casa y me inoculó la difteria, el tratamiento a seguir, fue drástico, 40 días interminables de cama, con un inyectable cotidiano y una tina en mi habitación con un desinfectante, para evitar el contagio y la única persona autorizada por salud pública, a permanecer en dicha habitación era mi madre.

Al decir del tango, como todo llega a su término en la vida, después de la cuarentena, empezó mi recuperación, pero ni bien me sentí en forma, comencé a intentar volver al ritmo habitual de las cosas que solía hacer, antes de haber contraído esa perversa enfermedad, de a poquito noté que cuando daba pasos hacia el campito, donde nos reuníamos asiduamente, a jugar nuestro partidito de fútbol, veía que mi presencia, era poco grata y los niños al llamado de sus madres, terminaban la jornada y regresaba yo a mi casa, pensando que había llegado demasiado tarde, la razón que existía para que los partidos terminaran en el momento que yo llegaba, era una que tenía una gran lógica, a los oídos de las madres de mis amiguitos, había llegado que mi difteria tenía color y era negra, se suponía que era aún más grave que la incolora y tomando medidas drásticas y razonables, evitaban que sus hijos pudieran ser contagiados por mí, de dicho mal, pero mi tío y padrino, un gran jockey por aquellos años, encontró la solución a mi problema, y me trajo un balón que aún recuerdo con ternura, que fue tan maravilloso que logró en poco tiempo, que se duplicará el número de niños futbolistas, que me acompañaran en aquellas tardecitas, para disfrutar de nuestros encuentros futbolísticos.
Comencé mi entrenamiento, mi balón y yo solos, pero en pocos minutos, se iba acercando el más curioso y me hacía la típica pregunta, ¿es tuyo?, siempre atentos a la puerta de su casa cercana, para evitar el rezongo y algún coscorrón, que se podía llevar, por haberse saltado las reglas de su mamá, que le tenía prohibido acercarse a mí, por el momento, pero la fuerza de aquel flamante balón, le fue haciendo perder los temores y todos volvimos a disfrutar, de aquellos encuentros inolvidables, donde cuando mi equipo iba ganando, yo agarraba la guinda abajo del brazo, y terminaba el partido, era mi pequeña venganza, que después se me hizo hábito y lo hacía cada vez que tenía la oportunidad, ante el gran rechifle de mis compañeros de juego, pero hice valer, que yo era el dueño de la pelota.

No se borran de mi memoria, mis entrañables compañeritos de colegio y de potrero, "El Bocha del almacén", "El Lalin hijo de gallegos", "El Zurdo Galleta", "El Pocho de la herrería", "Artigas Gamarra" hoy un famoso pintor que triunfo en Paris y que creo que ahora vive en Cuba, "El Chino García hijo de otro Jockey", "El Julio Albornoz" y muchos otros, de los que recuerdo, con mucho cariño.

Con el correr de pocos años, dos de aquellos niños que compartían  nuestra afición, llegaron a triunfar en dicho deporte, uno el Pototo Argimón  llegando a ser titular en la primera división de defensor, y el otro, Pablito Arbeloa, siguió el mismo camino, alternando en Wanderes y en Peñarol de lateral derecho, pero tuvimos la suerte de que no se nos marearan y siguieran siendo los mismos muchachos del humilde barrio, donde dieron sus primeras patadas, que ellos con el transcurrir del tiempo y su calidad, llegaron donde merecían estar por su valor.

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